LANACION.com | Opinión | Sábado 30 de junio de 2007
Quién observa los retratos de Nadar, el París nocturno desenmascarado por Brassaï, el lenguaje secreto de México traducido por Manuel Alvarez Bravo, los gitanos de Josef Koudelka o las oscuridades de la realidad exploradas por Diane Arbus advierte, no sin melancolía, que con el lento eclipse de las fotos en blanco y negro está extinguiéndose un arte narrativo único que nació en la segunda mitad del siglo XIX y alcanzó su esplendor a mediados del XX. Un arte breve y, sin embargo, tan elocuente como el cine y las novelas.
Al principio, se lo prohibió por blasfemo. Ante las primeras imágenes registradas por Jacques Daguerre en 1838, el clero alemán protestó: “El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios y esa imagen no puede ser fijada por ninguna máquina que haya concebido el hombre”. Después, se supuso que reproducir la realidad tal cual era carecía de valor y la fotografía fue considerada una mera ilustración de la palabra cuando en verdad la enriquecía, al proponer otra manera de narrar el mundo.
Hace pocos meses, una fundación mexicana distribuyó un volumen sobre la evolución de las artes fotográficas, desde Daguerre, Nadar y Alfred Stieglitz hasta Robert Capa, Cartier-Bresson y Anne Leibovitz. Son fotos que se pueden ver en cualquier lado, pero que, puestas así, en alineación histórica, inducen a pensar que esas imágenes recortadas de la realidad ocultan también la realidad que está alrededor y que se queda afuera. Tal vez la mayor belleza de una foto esté en lo que se niega a decir. Por empezar, la foto omite la presencia del fotógrafo, que se sitúa siempre, o casi siempre, fuera del cuadro, como un cazador a la espera de su presa. El objeto de la caza no son las figuras incluidas en la foto ni tampoco lo que hay más allá de ellas, sino nosotros, ahora. El objeto de la caza somos las personas que miramos, sin saber desde qué lugar de la realidad el fotógrafo está apuntándonos, desde cuál punto exacto del pasado.
La foto ha suspendido el tiempo, pero nosotros somos el tiempo. Ha creado una historia, pero nosotros somos, de algún modo, esa historia. Al apretar el obturador, el fotógrafo cree haber visto algo que merece ser inmovilizado en un pequeño fragmento de eternidad. Lo que él ve, sin embargo, no es siempre lo que se ve. Entre el movimiento de su índice y el pestañeo del diafragma se oye, durante una fracción de segundo, la respiración del azar. Sin el azar, la foto no sería lo que es. Los mejores fotógrafos son los que aprenden a domesticar ese azar, adivinando lo que va a suceder dentro del cuadro en el relámpago que media entre la presión de su dedo y el ojo de la cámara que se abre.
Entre la marea de fotos que vi en el bello libro de la fundación mexicana –de difusión privada, por desdicha–, me llamó la atención la imagen de un gitano esposado tomada por el checo-francés Josef Koudelka en 1963. Hay pocas figuras, pero lo que revelan es casi una novela. El pueblo que aparece en la foto es difícil de encontrar en los mapas. Se llama Jarabina, Hrabina, Hrbinek. Hace cuarenta años era un aldea de ochocientos habitantes, quizá menos. El gitano al que se están llevando preso mira la cámara con un terror contagioso. Tiene la boca entreabierta, como si no pudiera respirar. Y por el gesto desentendido de los policías que lo vigilan a veinte pasos, se supone que para ellos la tarea ha terminado.
Hay uno al que ni siquiera le importa lo que está pasando: se lo ve casi de espaldas, contemplando un granero vacío. Algunas casas se dibujan apenas en el fondo, entre los declives de lo que podría ser un río. Al otro lado de la aldea, medio centenar de curiosos acecha ante lo que va a suceder. Los que han entrado en la escena son, se supone, miembros de varias familias, vecinos. Entre ellos hay una decena de niños. Los abrigos de la gente y las huellas húmedas que han quedado sobre la tierra –camiones, carros, unas pocas pisadas– permiten imaginar la estación: es el otoño, y hace poco ha llovido.
Josef Koudelka, el fotógrafo, ha situado sus ojos en el mismo punto donde están nuestros ojos. Tenía entonces veinticinco años y, aunque llevaba meses detrás de los carromatos de los gitanos, debió de sentir tanto miedo como el hombre que estaba delante de él, con las manos esposadas, al que estaban por juzgar, quizás ese mismo día, por asesinato. Lo que Koudelka sagazmente oculta es el sitio donde están los jueces: el campamento de gitanos del que ha huido el criminal. No es difícil imaginarlos: los jefes de la tribu esperan de pie junto a los carromatos. Algunas mujeres se afanan en los calderos. Las otras, las solteras, cuidan a los niños.
El crimen que ha cometido el hombre en primer plano –la foto de Koudelka deja en claro que estamos ante un culpable– no es una violación o un robo. Si lo fuera, la tribu misma, en vez de acudir a la policía, habría arreglado las cosas, forzando al acusado a pagar la dote de la novia ultrajada o a trabajar como esclavo para devolver lo que usurpó. No. Su expresión es la de un asesino. Tal vez ha matado por pasión, por celos, por venganza. Las ropas que lleva, impecables, demuestran que ha tenido tiempo de cambiarse antes de la fuga. Su pelo revuelto es señal de que, sin embargo, lo sorprendieron sin que pudiera mirarse al espejo. No se ha arrastrado entre los arbustos al escapar, porque no hay barro en su ropa. Es posible que lo hayan detenido antes de que alcanzara la carretera mayor, la que iba hacia Bratislava.
No lo espera la muerte, sino algo peor: el silencio, el desprecio, el extrañamiento, algún ritual de maldición. El terror que siente es terror a un daño más allá de toda medida: un daño de otro mundo. Kouldelka actúa como un mediador silencioso entre el asesino, los curiosos del fondo y los jueces que están a su espalda. Seguirá con ellos hasta 1968, cuando reúna todas sus imágenes de gitanos y las exponga en una galería de Praga, en vísperas de la invasión soviética, durante la breve primavera de Alexander Dubcek.
Cuando se tomó la fotografía que acabo de empobrecer con mi relato, las imágenes eran consecuencia del duelo que se libraba, durante un instante infinitesimal, entre el azar y el arte del fotógrafo. Las cámaras, ahora, al disparar decenas de cuadros por segundo, limitan cada vez más la influencia del azar. En vez de mirar lo que está fuera del cuadro, entonces, lo que conviene adivinar o intuir es el ínfimo espacio de oscuridad que va de una escena a otra, el vacío que no pueden registrar el azar ni el fotógrafo.
Imaginemos por un momento qué veríamos en ese intersticio de tiempo si la foto de 1963 se hubiera tomado ahora, a mediados de 2007. No veríamos imágenes, puesto que todos los espacios estarían cubiertos por la velocidad mecánica de las tomas, sino algo mucho más inasible. Veríamos, quizá, sentimientos: el terror del criminal ante un destino que sólo él vislumbra, y la indiferencia de todos los que están atrás. Más que ningún otro arte, la fotografía expresa los infortunios y felicidades de toda la especie humana a través de lo que vive un solo individuo, en un instante que significa la eternidad.
Por Tomás Eloy Martínez
Para LA NACION
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